En mi ciudad natal, Valladolid, existía, hasta hace poco, en lo alto de una ladera frente al río Pisuerga, un esqueleto de hormigón que en su día pretendía ser un chalet. Por diversos motivos de índole urbanística nunca llegó a culminarse, hasta que en el año 2016 se procedió a su derribo
En cierta forma lamenté su desaparición. Era un icono local, una especie de escultura brutalista inherente al escenario en el que se implantaba. Siempre es triste presenciar la desaparición de aquellos bienes que forman parte del patrimonio arquitectónico de un lugar.
Era un edificio cuya morfología me fascinaba de una manera especial. Trataba de imaginar cómo sería si se hubiera llegado a finalizar. Paradójicamente más tarde descubrí que era su estado decadente, su nobleza material, su desnudez, aquello que me resultaba tan atractivo.
Durante mucho tiempo tuve la curiosidad de conocer ese lugar en profundidad, hasta que una soleada mañana de domingo, al fin, decidí acercarme hasta allí con mi antigua cámara. En cuanto comencé a recorrer cada rincón de ese lugar sentía que estaba disfrutando de aquella experiencia.
La sensación que experimenté ese día podría describirla como una mezcla de angustia y desasosiego, pero también de emoción y asombro. No era una droga, pero sin duda era adictivo. Ni que decir tiene que no sería ésta mi última visita a lo desconocido.
Tampoco era el primero en hacerlo. Aunque no lo sabía en aquel momento, se trata de una actividad practicada habitualmente que recibe el apelativo de Urbex (Exploración Urbana). Desde entonces se ha convertido en una vía de escape, un modo de aprendizaje y un proyecto personal.